Monday, June 13, 2011

Inspirada en una historia real (parte 1)

La historia que estoy por contarles no es de amor, de desamor, de fracaso ni nada de eso. Es una historia que ha nacido de la vida real. Es una histora de esas que no son para nada cercanas como a las películas que saca Hollywood, ni esos autores de novelas. Es una historia cruda. Es una historia que sucede a diario. Es mi historia. Desde mi perspectiva, es difícil salir a la superficie, después de tantas cosas. Una se pierde entre tanta porquería. Una sabe que está hasta abajo de la cadena alimenticia. Una, lo siente en la fibra más profunda de su ser, sabe que ella es el claro ejemplo de que el más fuerte sobrevive. Y ella sabe que está perdiendo.

En fin. Mi historia comienza desde aquí. No en el día que nací, no el día donde entendí cómo estaba la situación de mis padres y su fracaso matrimonial, ni en el día donde entendí lo que era la transgreción del espacio personal. No. Verán, prefiero creer que aún hay un destello de esperanza, y que aún puedo cambiar. Sólo los llevaré a hoy en día, en el mdio de todo. En la bifurcación del camino, uno de tantos.

Me inscribieron en una escuela donde yo era de las “raras”. Era la gordita tonta que siempre reprobaba. Era la gordita tonta que siempre estaba sola en los recesos. Siempre me decía que era yo como un perro sin hueso; e inclusive en esa edad aún no entendía bien el concepto de lo que era esa frase, pero me imaginaba a la perrita de mi tía, la Minnie, deambulando por todo el gallinero buscándome. Nunca fui una niña de las bonitas tampoco, ni tenía padres con dinero, ni era de las que tenían algo interesante que contar. Creo que de ahí viene por qué me callo todo, porque no tenía a quién contarle nada. Recuerdo que una vez, en tercer grado, una maestra que dibujaba muy bonito, me quitó un álbum de calcomanías. En ese tiempo, eran la onda. Todas teníamos al menos dos o tres, y yo no era la excepción. Gustábamos de intercambiarlas, pero al mismo tiempo era como una forma de medir el estátus entre nosotras. Entre más rara la calcomanía, más la queríamos, o más presionábamos para que nos dijeran de dónde la obtuvieron. Solíamos también hacer nuestros pequeños trueques en clases y creo que por eso la maestra me lo quitó. A veces te quitaba algo por una semana o dos, depende el castigo. Un día, hacía tanto calor que dejamos la puerta corrediza de cristal abierta para que entrara el aire, y por lo tanto el salón se había llenado de moscas. Entonces ví cómo ella se dirgía hacia el armario, tomaba mi álbum, rosa, en forma de corazón, y empezó a matar las moscas con ella. Yo me enojé bastante, pero le tenía tanto miedo a la maestra como se lo tenía a mis padres y por lo tanto nunca dije nada. No fue hasta la segunda o tercera vez que la vi, que una noche que mi madre me metía a la cama, se lo comenté. Era obvio que quería mi álbum de regreso o que de perdida no matara las moscas con él. Le supliqué a mi mamá que no dijera nada. Tendría que buscar el cajón donde guardo mis recuerdos, porque no estoy segura de su alguna vez lo recibí de vuelta o no.

También estaba aquella ocasión donde cometí el error de comentarle a mis compañeras del salón que un niño de kinder me seguía mucho. Por alguna razón, se hizo de aquel comentario algo enorme. Hicieron un “baby shower” y para mí era ridículo. Hasta las maestras decidieron participar. Un día decidieron hacer toda una fiesta, según esto, “sorpresa”. El día que vino la coordinadora y me llamó a su ofina a “ayudarle a hacer unos recortes” yo sabía perfectamente bien que era para eso: para que mi salón preparara “la fiesta”. Aún a esta edad me pregunto cómo fue que hasta ellas decidieran participar. ¿En qué mente cabe? Me daba demasiada vergüenza, y hasta creo que me sentía humillada, tonta. Estoy segura que todas menos yo, lo recordarán como algo “gracioso”. Debí haber salido del salón, pero me quedé, y comí.

Y hablando de comer: desde ahí empezaron mis problemas de obesidad. Entre la soledad del receso y la tristeza que sentía por los interminables pleitos familiares, para matar el aburrimiento y hundir las penas, siempre iba a la tiendia de la escuela y comía a más no poder. Pizza, donas, papitas, soda. Una gran alimentación, balanceada. Mi madre cada vez más me recriminaba por ser gorda, amenazaba con echar a la calle a mis mascotas (como si eso fuera suficiente motivación) y mi padre peleando con ella porque ella no quería darme lo que yo quería de comer. Era una disfunción distorcionada, encontrada y violenta. Al menos así recuerdo mi infancia.


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