Estaba muy emocionada cuando recibí mis alas y mi uniforme blanco, el pequeño pin dorado sobre mi pecho me hacía sentir especialmente orgullosa. Recuerdo la electricidad recorrer mis brazos y embriagar mi cuerpo cuando tomé con mis manos el báculo de oro, el arma que me había elegido como su dueña para poder combatir el mal y cuidar de mi humana. Sería la mejor ángel guardián de todos, lo sabía; lo sentía. Tenía el hambre y tenía la motivación. Estaba lista; estaba lista para devorar al mundo entero. Por eso cuando me enteré que ella estaba en peligro me lancé en picada hasta el plano terrestre para intentar salvarle, pero había llegado tarde: ya había cometido esos horribles crímenes. Había fracasado, y no había tenido a oportunidad de brillar como yo lo ansiaba. No pude salvarla, y por eso no pude salvarme a mí misma. Todo estaba perdido. Por eso, cuando dejé de agitar mis alas y floté hacia el suelo, los demás compañeros vinieron hacia mí, pues ahora yo necesitaba ser salvada, pero no me importaba más. Había perdido a mi humana. Tenía una herida en la cabeza, recuerdo ver mi sangre, pero extrañamente no me dolía nada. Sólo miraba inerte hacia enfrente. Los escuchaba hablar, a los ángeles con más experiencia y a los maestros.
–Está sangrando… ¿cómo es eso posible? –preguntó uno, y pude notar la preocupación en su voz. Era joven, pero no era un experto.
–¡Está herida! ¡Un demonio debe estar cerca! –exclamó otro, y esa sería la suposición más natural, pues ninguna arma humana podría lastimar a un ángel, y un ángel no podría lastimar a otro.
El más viejo de ellos se puso en cuclillas, pero siguió sin importarme. Todo estaba perdido para mí. Mis ojos no se movieron. Si no fuera porque yo era inmortal, cualquiera hubiera podido tomarme por muerta. Colocó su mano en mi cabeza y con sus dedos tocó la herida sintiendo la sangre, y por fin habló:
–Esta sangre que brota de su cabeza no es por heridas de combate, sino por heridas internas que brotan de su pensamiento.
---------–Está sangrando… ¿cómo es eso posible? –preguntó uno, y pude notar la preocupación en su voz. Era joven, pero no era un experto.
–¡Está herida! ¡Un demonio debe estar cerca! –exclamó otro, y esa sería la suposición más natural, pues ninguna arma humana podría lastimar a un ángel, y un ángel no podría lastimar a otro.
El más viejo de ellos se puso en cuclillas, pero siguió sin importarme. Todo estaba perdido para mí. Mis ojos no se movieron. Si no fuera porque yo era inmortal, cualquiera hubiera podido tomarme por muerta. Colocó su mano en mi cabeza y con sus dedos tocó la herida sintiendo la sangre, y por fin habló:
–Esta sangre que brota de su cabeza no es por heridas de combate, sino por heridas internas que brotan de su pensamiento.
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