Thursday, June 16, 2011

Inspirada en una historia real (parte 2)

Al menos todas las mujeres que conozo que vienen de familias disfuncionales han sido expuestas a situaciones de abuso sexual de alguna forma u otra, y yo no fui la excepción. Como cualquier buen cliché, se trataba de un primo. No recuerdo a qué edad empezó todo, sólo sé que fue en la primaria, antes del tercer o cuarto grado. Durante el tiempo en que sucedía todo aquello, no lo recuerdo como una violación como tal, sin embargo, hasta el día de hoy no puedo verlo y le saco la vuelta cada que puedo. Nunca supe si mis padres se enteraron, pero yo jamás les dije.

Ser la gordita de lentes en la primaria tampoco fue fácil, y el hecho de que yo no fuese inteligente no ayudaba en nada las cosas. A partir del cuarto grado, empecé a acudir con neurólogos; al parecer tenía un problema de aprendizaje. Siempre reprobaba materias, especialmente las matemáticas. Recuerdo que a las que sacaban diez en los exámenes de cálculo mental, las pasaban al frente como reconocimiento ante toda la escuela cada semana (o cada mes, no recuerdo bien). Mientras que la mayoría sacaban buenas notas, yo generalmente de cinco no pasaba. Un día me cansé de ser tonta: cuando la maestra leía las calificaciones para que nosotras mismas calificáramos nuestros exámenes, yo borraba las respuestas (según yo con sumo disimulo) y las corregía. Al principio me sentía bien recibir el reconocimiento de mis maestras cuando me sacaba un ocho, por ejemplo. Según yo debía de ir subiendo de calificación poco a poco para no levantar sospechas. Sólo una vez me permití cambiar todas las respuestas y pasar al frente.

Cierta ocasión en sexto grado hacíamos la tradicional canasta forrada con tela cocida como regalo para nuestras madres el día de navidad. Yo nunca aprendí a coser. Era muy mala, y hasta la fecha no tengo esa habilidad. Me retrazaba mucho y mi maestra le indicaba a alguna compañera que me ayudase. Un día, no recuerdo por qué, una maestra se enfadó tanto conmigo cuando le pedí ayuda, que me dijo que yo no hacía nada bien y que estaba cansada de tener que ayudarme. Me sentí tan tonta y triste, que me salí del salón a llorar al baño. Cuando me encerré en uno de los apartados, y me tranquilicé, llegó otra maestra. Sólo podía ver sus zapatos por debajo de la puerta, y a juzgar por estos, era la misma maestra que hace unos años había usado mi álbum de calcomanías para matar las moscas. Me hubiera gustado poder tocar su puerta y preguntarle si necesitaba ayuda, pero me dio miedo. Tan sólo era una niña. Y los adultos siempre le dicen a las niñas que estaban bien para no preocuparlas. Así que decidí salir del baño, pero no entré al salón. Más bien me senté sobre el escalón y me quedé ahí. Poco tiempo después salió la maestra y vino a ayudarme, pero aún notaba el coraje en su mirada, en su barbilla tan tensa y en su voz.

Pero no todo fue tan malo en la primaria: disfrutaba enormemente las clases de música, los columpios, la resbaladilla ondulada y amarilla, el castillo de madera, el aroma de las flores de naranjo cuando recién abrían en el jardín, cazar catarinas, hacer bolitas, tazas y tortugas de “barro” y las clases de inglés con el único profesor masculino que teníamos. Mi escuela era únicamente de mujeres. Tenía amigas, pero cambiaban de vez en cuando, cuando éstas se peleaban y yo terminaba siendo el reemplazo de la otra. Disfrutaba mancharme las manos con las pinturas de temperas, aunque mis dibujos nunca fueron bonitos. Recuerdo, también, que gracias a esta escuela salí con un excelente nivel de inglés e inclusive me atrevería a jactarme de mi vocabulario, ortografía, gramática y pronunciación es mejor que algunas de las que eran las más listas y sobresalientes. Gracias a esa escuela, adquirí el arma y la habilidad que más me ha sido útil en mi vida, tanto para logros personales como académicos en un futuro.



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