Tuesday, September 7, 2010

Dragones

1


      El corredor estaba vacío; por lo tanto eso significaba que la niña pitonisa había acertado en su predicción. Perfecto. Aunque el porqué ella había decidido ayudarle de la nada era de por sí bastante extraño; pero una oportunidad como esta de llevarse el premio mayor no ocurría con frecuencia.

       Con demasiado cuidado, el rubio entre las sombras abrió la pesada puerta de mármol frente a él y al asomar la cabeza, apenas podía ver algunos muebles iluminados con un ligero y melancólico destello azul que se reflejaba sobre la amplia habitación; había luna llena esa noche. Entró, por fin, dando unos cuidadosos pasos al frente, para ese entonces ya tenía su fiel estocada empuñada en la mano derecha. Se aferraba a ella desesperadamente conforme avanzaba en completo sigilo, como si así desahogara su miedo, su ansiedad; después de todo, no sabía qué más esperar que aquello que le había confiado la pequeña pitonisa. Desenvainó el arma lentamente conforme se acercaba cada vez más a su objetivo... siguió caminando, y mientras lo hacía alzaba su espada a la altura suficiente para poder estocarla sobre su enemigo. Y antes de que pudiera hacer su ataque, se encendió violentamente la chimenea frente a él y al sillón; el fuego iluminó mejor todo lo que sus cálidas lumbres alcanzaran a tocar. Se escuchó, gradualmente, una risa bastante familiar emanar del mueble, provocando que la furia de aquel hombre se encendiera desmedidamente; causando que, por poco, aquellos sentimientos nublaran su juicio. Pero es bien sabido que los muebles no se ríen por sí solos, especialmente sin una causa razonable. Volvió a reunir sus ansias de matar, mas el sonido que ya se había convertido en una sutil y maliciosa carcajada, pareció quebrantar su voluntad. ¡Esta era su oportunidad! ¿...pero podría hacerlo? ¿Tendría el valor?
       Su sentido común estaba cediendo; empezaba a jadear de furia y desesperación al sentirte tan impotente de atacar a su enemigo. Escuchó unas palabras le helaron todo el cuerpo, como si fuese una especie de hechizo que le impidiera moverse. Era una voz grave que bien podría pertenecerle tanto a un hombre como a una mujer, percibiéndose rastros de sonrisas perdidas en su habla. Esa voz que podría erizar la piel de cualquiera.

       –Bienvenido, Carleton. Sé a qué has venido, hablé con el Dragón de Agua –hablaba con voz pacífica, pero imponente; se escuchaban tonos de arrogancia y orgullo, y también dejos de diversión–. Hazme el favor de dejar de insultarme y guardar tu sucia espada. Ah, y si fueras tan amable, descúbrete el cuello; sabes cómo adoro ver nuestros recuerdos de batalla.

       Parcialmente derrotado al perder el elemento sorpresa, Carleton, el joven de los cabellos dorados y mirada triste guardó su espada. Entre un suspiro, también bajó su cabeza, y al tener las manos libres, le entregó a la reina el gusto de admirar sus cicatrices sobre su cuerpo. A veces pensaba que era parte de su locura, pues en sus peores tiempos, la reina portó sobre su rostro las peores cicatrices jamás imaginadas. Sin embargo había vivido tanto tiempo ya, que todas habían sanado perfectamente, regresándole la hermosura y fresca juventud al rostro. Después dirigió su mirada de jade a la mujer que yacía acostada cómodamente a lo largo del futón. Le miraba sonriendo, como lo hace una vieja amiga que se muestra feliz de verle. Se sentó entonces frente a ella, dejando caer su cuerpo sobre otro de los muebles y empezó a reunir valor para poder entablar una conversación con la reina.

       –¿De qué hablaste con el Dragón?
      –¿No esperas realmente que te lo diga, verdad? Soy bondadosa con mis enemigos, Carleton, pero no les entrego información –perezosamente, se acomodó de tal forma que ahora se reposaba sobre un costado, apoyando su cabeza sobre su mano. Sus largos y lacios cabellos caían por sus hombros, sobre su pecho, así que los retiró con una mano tras su espalda. Su mirada, como si fueran dos canicas de ónice, cambió a una más seria. Se mordía levemente el labio, lo que significaba que ella también buscaba con cuidado las palabras más adecuadas para continuar–. Sé que has venido a matarme, eso no es ningún secreto; mucho menos entre tú y yo. Pero me corroen las ansias saber porqué te ayudó la pitonisa, y cómo hizo para alejar a los dragones de mi puerta. Estoy consciente de lo que pasa en mi reino; no hay nada de qué preocuparme. Pero estás aquí. ¿Por qué?

      El joven cruzó sus brazos y se permitió sonreír un poco. Entrecerró sus ojos al saberse con una ligera –casi insignificante– ventaja, y, sutilmente, empezaría el pequeño juego que a los nobles tontos les encanta jugar.
  
      –Yo también soy bondadoso con mis enemigos, majestad, pero con gusto te explicaría las razones si me dijeras de qué hablaste con el Dragón de Agua.
      –Vamos, Carleton, sabes que no puedo hablar de eso.

      Sabía que era inútil insistir. Desde siempre, hasta de niña, cuando a ella se le metía una idea en la cabeza y se decidía a cumplirlo, sacarle información era como querer administrarle medicamento a un muerto. Recargó su espalda contra el mueble y exhaló profundamente. Movió su cabeza estirando su cuello; estaba visiblemente cansado; al parecer el enojo ya se le había pasado. Dejó su nuca colgar sobre el respaldo, rompiendo el silencio poco después, sin alzar la mirada.
  
      –¿Te vas?

      Poco a poco la reina se estaba poniendo de pié, estirando sus brazos y bostezando ampliamente. Caminó unos pasos y centró su atención hacia los detalles elegantes grabados en uno de sus candelabros. –¿Y dejarte sólo en mi castillo? Me jacto de ser más astuta que eso –sonrió, sin observarlo– Te recomiendo que ya te vayas; estoy segura que en cualquier momento los dragones se percatarán que algo sospechoso sucede y se me están terminando las explicaciones coherentes para justificar nuestros pequeños encuentros de media noche.

      –No necesitarías justificarlo si aceptaras nuestra relación y me permitieras vivir aquí. Seguimos siendo hermanos después de todo, ¿no?

      La reina le lanzó una mirada asesina; habían tocado una fibra muy sensible de su ser. Clavó su mirada tan imponente sobre él, que de inmediato, Carleton sintió la necesidad de disculparse, aunque de dientes en fuera, sólo para tranquilizar su rabia.

      –Bromeaba, Invierno, bromeaba... –respondió de una forma cálida, casi hasta cariñosa. Se puso de pie y se dirigió a su hermana. La abrazó, aunque él no recibió respuesta a su afecto, y besó su mejilla– saldré por la ventana; es más misterioso de esa forma. Me veo bien en el aire, ¿no lo crees?
      –Maldito idiota; haré que te claven sobre una estaca; me burlaré de ti hasta que tu cráneo sea perforado y destrozado si no te largas ya.

      Y dejando una divertida carcajada en el aire el hombre, se dirigió hacia la ventana y abriendo sus vidrios, se mentó sobre el marco y se lanzó hacia los balcones para poder hacer su huida; perdiéndose entre las obscuridades sombras de la noche. Una rutina bastante monótona ya, pensó ella, pues siempre se escapaba de la misma forma.
      Ella caminó hacia el lugar donde de donde saltó el otro, tranquilamente y siempre de manera majestuosa, hasta poder apoyar sus codos y sus antebrazos sobre la base de piedra de aquella ventana. La noche ya había escondido perfectamente al ladronzuelo, ni si quiera la luz de la luna llena podría ya alumbrar si quiera el más mínimo contorno de su galante silueta, así que no perdió su tiempo y en lugar de buscarlo con su mirada, como antes lo hacía, se entretuvo intentando contar las estrellas. Sería un momento adecuado para ir a dormir ya, pero sabía que le faltaba una visita más antes de poder ir a descansar.

        Y como si aquel pensamiento fuera su clave de entrada, se escucharon impacientes golpes sobre su puerta acompañada de una voz masculina, alterada.
  
      –¡Alteza, alteza!
  
       Sonrió. Predecible, justo a tiempo. Reincorporó su pose tranquilamente. Después de todo, ¿qué se pensaría de ella si se le encontrara con el trasero en el aire? 

      –Adelante, Viento. –hablaba casi cantando, completamente despreocupada, contrastando con los preocupados gritos que venían de fuera.

       La puerta se abrió de golpe; en efecto el Dragón de Viento estaba al frente de los cuatro, con sus dagas largas desenvainadas y listas. Se veía bastante galante, a decir verdad aunque nunca podría alguien igualar el porte de su difunto y amado Páris. Tenía, al igual que el difunto, cabello largo y rebelde, atados sencillamente, una mirada aguda y afilada, así como un cuerpo bastante bien formado y fuerte. Tras él, sus compañeros: cada uno con sus armas desenvainadas; Dragon de Agua, la voluptuosa mujer de cabellos ondulados y mirada perdida con su bastón mágico, Dragón de Tierra, el de más edad, moreno y barba poblada con su arco sus flechas, y Dragón de Fuego, la pequeña mujer delgada de cabello rojizo largo, atado cuidadosamente y de anteojos, con su espada.

      –Mis queridos Dragones –abrió sus brazos la reina, caminando hacia ellos, como si quisiera abrazarlos a todos–, siempre tan confiables y leales.
      –Majestad sabemos que está aquí... ¿se encuentra bien?

    Tardó un poco más en responder. Al parecer esa no era la respuesta que buscaba. Bajó sus brazos lentamente, intentando cubrir su decepción, cruzando sus manos una frente a la otra sobre su regazo con sutileza, mostrando ligero enfado al morder su labio.

      –En efecto, Viento, Carleton estuvo aquí, pero logré defenderme y terminó huyendo, tan  cobardemente, como siempre.
      –La pitonisa nos dijo... –la voz de Dragón de Fuego parecía sumamente desconfiada; seguramente nada concordaba con los hechos, no había la más mínima evidencia de confrontación. De hecho, la reina ni si quiera se veía agitada por usar sus poderes– nos dijo que la habían visto con él, en los jardines, y no sólo eso; sino que había gárgolas sobrevolando el castillo.
      –Oh, ¿gárgolas, eh? Eso es grave.

      El tono de voz de Su Alteza indicaba que realmente no les estaba prestando la atención debida, sin embargo Dragón de Fuego era sumamente inteligente; ella podría descubrir muchas cosas si no se hacía algo para distraerla. Tal vez la idea de que esas bestias horrorosas ya habían descubierto la localización del castillo, acapararían su atención. Gárgolas en el castillo... esas criaturas no se caracterizaban por su inteligencia, sólo por su fuerza bruta y su macabro aspecto, por lo tanto realmente no le preocupaban. Pero temía lo peor, si es que aquello fuera cierto, temía que hubiera un traidor entre sus filas, pero al menos eso aún era sólo una corazonada y debía investigar más a fondo.

      –¿Alteza?
  
      La voz de Dragon de Viento le arrebató del trance de sus pensamientos; no se había dado cuenta cuándo se perdió en ellos.      

      –Es todo por ahora; pueden regresar a sus deberes –respondió de inmediato, alzando la mirada–. Está demás decir que la seguridad de mi pequeño secreto sigue estando en sus manos.
  
      Los cuatro hicieron una reverencia ante sus palabras; acatando sus órdenes y salieron de la habitación, cada uno adoptando sus respectivos lugares dentro del castillo. Y, con esa última visita, el resto de la  noche transcurrió tranquilamente, pudiendo dormir finalmente.


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