Saturday, March 19, 2011

Carta de una Madre a su Chiquilla.

La fatídica noche que te visité después de aquella tragedia, te encontré como jamás creí verte, a ti, hija mía. Esa fue la noche en la que decidí hacerte mía. Llovía, y llovía a horrores. Los relámpagos dramatizaban el terror de aquella lúgubre noche y sin embargo fue uno de ellos el que anunció mi presencia. El mismo rugido del trueno te obligó a alzar la mirada cuando yo estaba frente a ti en ese lugar donde solía haber antes una puerta en la pequeña casa de huéspedes que albergaba el jardín de tu palacio. Te ví, y no estabas sola. Estaba tu famlia contigo, yaciendo inmóviles en el suelo; tu madre me miraba aterrada, su boca gritaba un eterno grito silencioso. Tu padre estaba cerca de ti; bueno, a excepción de su otra mitad, esa nunca la encontraron. Sin embargo, te aferrabas a tu hermano con tanta necedad, con tanta enjundia y con tanto cariño, que hasta alguien como yo pudo verse conmovida. Su espalda estaba recargada contra tu pecho, y su cabeza sobre tu hombro y tú te mecías suavemente de enfrente hacia atrás como una madre que intentaba adormecer a un infante rebelde. Sin embargo fueron tus sollozos los que llevaron lágrimas a mis ojos. Oh, hija mía ¡cuánto hubiera dado por no verte llorar! Y yo... no sabía como acercarme a ti, ni consolarte.

Me miraste directo a los ojos, y lo hiciste con un odio que yo no merecía pero que justificaba y acepté con alegría. Me contuve, me quedé en la puerta. La lluvia mojaba mi cabeza. Con la voz entrequebrada, me preguntaste cuánto llevábamos de conocernos. Pequeña tonta; si tú, que siendo la humana que eras, no podías recordar los años que hemos permanecido juntas, ¿por qué habría de hacerlo yo? Sin embargo, contaba los días, y debo confesarte que había olvidado cómo contar; qué tan largos podían ser los segundos, los minutos y los días. Casi de inmediato te respondí, con la voz más serena que pude. Llevábamos de conocernos doce años, seis meses y tres días. Me preguntaste por qué siempre te visitaba de noche, por que jamás te cortejé de día; pero me fue imposible responderte en ese momento. Tu dolor, aunque fue la escena más hermosa que en toda mi eternidad contemplé, hizo que por poco casi latiera mi inerte corazón. Caminé hacia ti, observándote, pobre pequeña mía, sólo pudiendo contemplar el dolor y el odio con el que me mirabas. Me senté al frente tuyo; y al volverte hablar mi voz no se quebró, pero esa fortaleza se vio traicionada por los rastros de escarlata que ahora marcaban mis mejillas; nosotros sólo podemos llorar sangre, y sangre te lloré. Abrí mis brazos hacia ti aunque yo sabía que no soltarías el cadáver de tu hermano; pero no quería hacer más que terminar tu dolor, o compartirlo.

–Sé cuánto te está carcomiendo tu miseria, hija mía. Ven.

Y tú me viste aún más furiosa, negaste con tu cabeza y te aferraste más al pecho de tu hermano.

–Puedo terminar tu dolor, pero debes aceptarme.

Bajaste la mirada, decidiste ahora contemplar el hermoso rostro de tu amado príncipe. Sollozaste unas cuántas veces más, delizaste apenas la punta de tus yemas sobre su mejilla. Él parecía sonreírte y agradecerte desde ultratumba tus caricias. Tú callaste sus pensamientos con un beso; besaste sus labios confésandole por fin aquel retorcido e incestuoso amor y deseo que le tenías. Me ví atacada por incontrolables olas de celos y de rabia, y decidí interrumpirte.

–Yo sé de una forma para terminar tu dolor, hija mía, esta noche. Nunca más volverás a sufrir.

Al parecer esa delcaración tenía la combinación correcta de palabras, por que volviste a mirarme, con un enorme sentimiento de esperanza en tus ojos; sin embargo tus manos aún se negaban a creer en mis palabras. Me preguntaste que cómo sería eso posible, y entonces me decidí. Me incliné hacia ti y por fin pude estrecharte entre mis brazos; no podía creer que estaba a punto de hacerte mía. Besé tu cuello; me embriagué de aquel aroma que emanaba de tu piel; humana, ese olor a frutas que siempre te acompañaba. Rocé mi lengua por tu piel probando tu delicioso sabor de virgen; pero el cadáver de tu hermano aún nos estorbaba, así que lo quité de enmedio de manera lenta y cuidadosa, pero con entero descaro. Sonreí al ver que no opusiste la más mínima resistencia. Sabía que tanto tú como yo deseabas esto. Podía casi temblar de la emoción, pero me contuve. Era yo quien debía contrarlo todo. Y ahí fue el momento preciso para responder esa pregunta que anteriormente no pude.

Mi niña, te prometo que jamás quise causarte más dolor, pero era el pequeño precio que debías pagar por la felicidad que te prometí. Intenté ser lo más gentil que pude al perforar tu cuello, al abrazarte, al poseerte, al beber el carmín de tu herida. Comprendiste en qué te habías metido e intentaste liberarte; pero ya habías empezado a perder fuerza y a ceder ante el indudable placer que mi mordida te imponía, y para serte franca... no hubiera permitido que te me escaparas. Un silencioso relámpago marcó tu fin.

Pero al final, eso no importó, ¿verdad? Seguramente ya ni has de acordarte cómo fue aquella noche y desde entonces yo no he vuelto a contar más los años, ni me he vuelto a percatar de la longitud de los segundos; pues ahora el tiempo es lo último de nuestras preocupaciones. Para nosotros, los segundos son los años, los minutos son las décadas, y las horas siglos; nuestra existencia se mide en eternidad.

Te volviste aún más cercana a mí; y yo intenté instruírte lo mejor que pude, y debo confesar que me siento orgullosa de tí, hija mía; pues en eso te convertiste para mí, y yo en tu madre. Sangre de mi sangre.

Probablemente, cuando leas esto, mi chiquilla, sabrás que probablemente no volveremos a vernos, aunque no por eso estaremos incomunicadas. Sabes donde encontrarme y yo sé dónde encontrarte. Mi hogar es este; y el tuyo está bajo los mandatos de aquel, mi señor, que me ha asegurado tu santuario; aquí ya no es un lugar seguro para ti. Mi hija, te pido que no me odies; no te he desechado; al contrario, te estoy protegiendo como nunca antes. Coloca tu apellido en alto, mi pequeña Svienna; enorgullece a tu madre. Sé impredecible, pues aquella noche te liberé de cualquier atadura, tapujo o censura; te rescaté de aquella timidéz y absurdos tabúes; tu verdadera existencia, es esta.


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