Friday, August 17, 2012

Sueño


Estábamos todos ahí reunidos, estábamos tú y yo, estaban los viejos, y las mujeres chismosas, hasta los niños y sus perros. Los árboles estaban ahí, mudos testigos del tiempo y de sus acontesimientos. Creo que hasta hacía algo de calor. El día no era excepcionalmente involvidable, salvo por el susto que todos nos llevamos, por suerte, todos estamos bien y todos logramos salvarnos. Pero no puedo evitar pensar que fue mi culpa. Todo por ese deseo, mi objetivo de ver las cosas cambiar.

Estabas tú a mi lado, moreno como siempre, de ojos pequeños y silencioso, no nos decíamos nada, porque realmente no había nada que decir. Te decía, estabas tú a mi lado cuando uno de los viejos se acercó a mí, con sus lentes sobre la nariz, vestido en azul brillante, muy vívido, lo recuerdo bien. Yo vestía de blanco, como el traje de la milicia de aquel entonces, cuando estaba al servicio de la reina, y tú... bueno, no lo recuerdo, pero creo que ibas de café. Se me acercó el viejo, parecía uno de esos magos de los cuentos de hadas, me miró muy tristemente y no pude evitar guardar más silencio. Su mirada me conmovió y retorció mi conciencia.

--Ya no te conozco, has cambiado mucho --dijo con tristeza, negando lentamente el rostro, como si hubiera perdido algo muy precioso para él.

Lo ví darse la media vuelta y alejarse luego, y yo quería correr tras él y abrazarlo y decirle al sabio que seguía siendo la misma niña, pero esto era algo muy importante, iba más allá de ser o no ser alguien; pero me contuve. Precisamente por ese ideal, por ese mismo orgullo, tan sólo guardé silencio mientras agobiaba mi corazón ese sensación de haberlo defraudado.

No. No había tiempo para lamentar nada. Lo único que supe después es que seguíamos luchando, tú a mi lado y yo al tuyo. Desenvainamos nuestras espadas, y aunque no nos cuidábamos las espaldas, sabíamos que estábamos lado a lado. Me habías enseñado bien a defender mis ideales con la espada, a protegerlo, pero yo en el fondo seguía pensando que era matar y nada más que eso. De estocada en estocada, seguí avanzando. Sólo con destruír sus armas, eso bastaba para que se retiraran. Uno a uno, poco a poco los íbamos eliminando. Pero jamás imaginé que alguna de sus hachas no se destruiría al cortarla con mi espada, así que cuando sucedió, me quedé estúpida con la mirada idiota, observándolo, en sorpresa, sin saber qué hacer. Lo único que hice fue voltear a verte, y tú estabas en la misma situación... no me había dado cuenta que estábamos perdiendo. ¿Arrogancia, tal vez? ¿Concentración? ¿Pasión? No lo sé, pero fue como despertar de un sueño. Irónico, ¿no? Cuando vi que estabas en desventaja, de inmediato supe que morirías. De inmediato supe que tú también sabías que ibas a morir en sus manos. Pero no estaba dispuesta a entregarte. ¡Todo tú eras mío! ¡Hasta tu muerte era mía! Así que eso hice. Corrí hacia ti y yo misma te maté. No por amor. Porque sí, porque tu vida era mía, tú mismo me la habías entregado, así que no iba a dejar que ese pendejo te tuviera. Te maté, sin darles el orgullo de arrebatar tu vida. Al final... esa fue nuestra victoria. Yo les quité tu vida.

Cuando desperté, supe que estaba herida por la terrible punzada en mi espalda. La Duquesa me había cuidado bien, en su gentileza y en mi derrota, me abrazó y me acogió, sanando mis heridas. Pero estaba bien. Una herida en la espalda no me detenía de cumplir mis objetivos. No existía el dolor... 

Me puse de pie y me dirigí hacia ella. Le debía gratitud por salvar mi vida, y yo en cambio, me entregaría a su servicio de por vida. Después de todo, ya no estabas tú y ya no tenía nada por qué vivir. Me acerqué a ella, y ella me volteó a ver, girando su rostro de tal forma que sus cabellos de sol flotaron en el viento y su mirada de cobalto embriagó mis entrañas. Vestía esa túnica roja, la de los mártires.

--Estoy consciente de que le debo mi vida, y cambio de eso le juro de aquí en delante mi servicio leal y eterno --guardé silencio, pues algo en mí tenía miedo--, pero me gustaría pedirle que antes de todo eso, me diera permiso de ir a visitar a mi madre.

Ella, noble y gentil ella, me dio unos días, suficientes para viajar y ver a mi familia. Me sentía traidora, y culpable; no merecía si queira poner un pie en mi casa. Pero aún así entré, pensando que, si me quedaba detrás del biombo, entre las sombras, y los veía desde la oscuridad de mi alma, bastaría. Pero mi madre me vió y con el júbilo único de una madre, me abrazó y me dijo que no tuviera miedo, que yo siempre sería parte de la familia. Yo me quise mantener fuerte y estóica, por los dos, porque eso era siempre lo que habíamos deseado, ¿no es así? No podía mancharlo con lágrimas. Después me enteré que había llegado justo a tiempo para velar a mi padre, porque había muerto; yo lo había matado. No en la guerra, sino con mis desaires. Pero yo no era tan fuerte y no sólo me eché a llorar como una niña, quebrantando mi deseo de no llorar, sino que me eché al suelo y me cubrí el rostro, desconsolada, completamente arrepentida. El sabio tenía razón pero a la vez no lo tenía. Mi familia me abrazó, me consoló. Al poco tiempo, regresé al servicio de la Duquesa.

Estábamos todos ahí reunidos, estábamos tú y yo, estaban mis padres, y las aldeanas, hasta los niños. Los árboles estaban ahí, mudos testigos de la atrocidad y de sus acontesimientos. El día era excepcionalmente involvidable por el susto que todos nos llevamos, por suerte, todos estamos bien y todos logramos salvarnos. Pero no puedo evitar pensar que fue mi culpa. 

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